Abrí la puerta y encontré un salón amplio y vacío. El piso era rojo como la sangre y las paredes blancas como si fueran de papel. Había numerosos maceteros con helechos en los contornos, ellos daban un aspecto natural al ambiente. Y al medio de todo había una mujer sentada en un asiento de cuero, con los codos reposados en un escritorio de madera al frente del cual había una silla vacía que parecía esperarme, y yo me acercaba. La mujer era una señora de cabello negro azabache, con uñas largas y con alhajas por doquier. Tenía la mirada muy despierta y los gestos convincentes. Quizás sus casi cincuenta años que le calculaba, le ayudaban a inspirar respeto; sin mencionar su chaqueta vino tinto que le añadía seriedad. Ella proyectaba la imagen de una persona sabia, conocedora de los secretos del universo. Me acerqué cada vez más y me miró como si me conociera más que yo. Me dijo que me siente y lo hice. No recuerdo qué cosas le conté pero es probable que le haya resumido mi vida y mis problemas. Después de eso se levantó como si hubiera comprendido el asunto y dijo que todo saldría bien. Tomó mi cabeza con ambas manos y firmemente expresó que todo radica en ser libre, que debo liberarme, dejar que mi sangre fluya. En ese momento cerré los ojos y sentí un río fluir dentro de mí, parecía que algo indescriptible me inundaba, sentí tener fuerza, voluntad, esperanza, todo, pero me ahogaba en ese caudal impetuoso de sensaciones, y ella seguía repitiendo que sea libre, que sea libre, y no sabía como serlo, así que desesperadamente le supliqué que me ayude y respondió: no puedo ayudarte, porque siempre has sido libre. Y me desperté